Con esto de la cuarentena me he sentido obligada a seguir ordenando mi vestidor, regalé tanta ropa en los últimos quince días que ya vestí a medio edificio. A pesar de que retiraron mis donaciones con mucho escrúpulo, han sabido seleccionar las mejores prendas dejando las feas criando hijos en el palier. Divinos mis vecinos, llenan las alfombras con pelos de sus mascotas pero se llevaron el pantalón de cuero más chulo de la colección.
No voy a pedir jurisprudencia en los tiempos que corren, ¿pero no habrá sido esta incongruencia lo que hizo que el virus se propague?
— Ceci, ¡basta con el virus! Me dijo una seguidora de mis escritos.
— ¿Ah sí? Entonces explicame, ¿cómo antes tu perro dormía en la cama con vos y ahora le rociás las patas con lavandina y lo hacés dormir en el balcón? No puedo parar de escribir sobre esto porque estoy acojonada de la incoherencia mundial. Si no lo hago, no quedará registro alguno sobre los hechos que las famosas vacunas de Bill Gates borraran de nuestra conciencia.
Encima hoy leí un testamento casero por las redes sociales; no solo que la gente piensa que va a morir, sino que además gestionan la distribución de sus riquezas a través de un video en YouTube. Somos una raza tan débil que en vez de buscar soluciones e informarnos de lo que verdaderamente está pasando, nos entregamos a planear nuestra muerte.
Y el puñetero sistema lo sabe, y se debe estar pegando la panzada de su vida con tanta previsibilidad. Por mi lado estoy tranquila; primero porque mi testamento lo escribí cuando tenía quince años, como verán, mi familia era mucho más complicada que este virus. Y segundo, no le temo a la muerte. Tomo mis precauciones, pero no le tengo miedo al miedo. Una técnica de los medios para infundir pánico y paralizarte: la repetición hasta el hartazgo. La reprogramación que los noticieros han logrado con esto de la pandemia, hasta mi madre duda de que soy su hija. Cualquier persona que mira y escucha algo sin parar durante mucho tiempo, se lo termina creyendo.