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Stadium

A los doce años abandoné mi colección de ponis, guardé mis polleras estampadas con arcoíris y decidí neutralizar mis aires virginales rompiendo las normas una vez más en el boliche que hizo historia en mi adolescencia: Stadium. Una discoteca matinée con el mejor rock de los ochentas en el centro de la ciudad donde me crié: Rosario.

Tachábamos las cruces en el calendario contando los malditos siglos que faltaban para que fuera viernes. Yo particularmente me había obsesionado con este lugar porque no podía escuchar esa música en ningún otro sitio, además, me había hecho amiga del tarjetero traficante de casetes que me grababa todos los temas que pasaban en el boliche y me los vendía al precio de una entrada.

Mientras todas mis amigas eran contenidas por el calor del hogar siendo apoyadas por esta nueva etapa de descubrimiento e inserción social, en casa las mentiras corrían en negro.

Todos los viernes agarraba el bolso y decía que me iba a dormir a lo de una amiga. Mi madre, tan desentendida de las tareas maternales, no tenía ni la más puñetera idea de que su hija se pondría la mini falda más corta del placard y bailaría en una tarima con Dave Gahan—el cantante de Depeche Mode—hasta las dos de la mañana.

El plan radioactivo era llegar a lo de Flavia a las tres de la tarde, tomar sol en su terraza para estar bronceadas y llegar al boliche cuando todos nuestros amores imposibles estuvieran adentro. Nos creíamos unas diosas, y nuestra humildad llevó a que no se nos acercara nadie, aunque a mí me tenía despreocupada ya que mi cita más importante era con la música.

Tomábamos coca-cola y masticábamos tanto chicle qué terminábamos con un high de azúcar que nos mantenía desveladas hasta las seis de la mañana.

Tenía la vida soñada; durante la semana iba a la escuela y jugaba al hockey cumpliendo con la agenda familiar, y los viernes podía liberarme de todas las responsabilidades académicas sacudiendo mi cuerpo a los sonidos de Erasure, Fine Young Cannibals, INXS, Tears for Fears, AC/DC y las bandas que hicieron de mí un ser inclinado hacia el arte.

Pero la repetición de esta jugada levantó sospechas en mi madre y decidió investigar en profundidad la obsesión de mi partida todos los viernes al mediodía. Desafortunadamente le entró la curiosidad a las nueve de la noche, justo para cuando estaba negociando el futuro de mis canciones con el vendedor de casetes. Sonriendo, tocándome el pelo y manipulando a toda persona que se cruzara delante de mis piernas tornasoladas listas para dar el salto cuántico de obtener lo que deseaba.

Flavia y yo éramos inseparables y que se juntara la amistad, la música y el chico lindo del club en un solo lugar, valía la pena cualquier estafa. Incluso la de mentirle a mi familia de que pensaran que estaba durmiendo como un angelito y no vestida como una zorra un viernes por la noche.

La desgracia no tardó en llegar, tocó bocina y gritó: 

 

—¡Ceciliaaaaaaaaa! ¿Esa sos vos?¡Te estoy viendo! Subite ya al auto si no querés que me baje a buscarte—dijo mi madre sin verme realmente y lista para atropellarme con su enfurecimiento.

 

Era imposible, ¿mi mamá en la discoteca de moda destruyendo mi reputación para siempre? Encima la había llevado a mi hermana porque de noche no veía y necesitaba ayuda.

¿Cómo podía ser qué esta maldición estuviera sucediendo? Creía que con ser linda era suficiente para conquistar el mundo, no evaluaba que en mis posibilidades de tenerlo todo me había tocado una familia que  no había pedido.

Era verla de lejos con el vidrio bajo sacando la cabeza por la ventanilla, encolerizada, preparada para tirarme el auto encima si hubiera hecho falta.

 

—Ceci, ¿esa es tu vieja o me parece? —me dijo Flavia como si Mike Donovan se le hubiera aparecido.

 

Y cuando me termina de preguntar, mi hermana le apunta adonde estábamos y mi madre fue directo para agarrarme de la oreja sacándome por la fila de tarjeteros reventando mi autoestima hasta que el próximo asteroide golpeara la Tierra.

A pesar de pagar un precio muy alto por mi mentira, lo peor no había pasado aún. Mi madre en esa época se dedicaba a la compra y venta de autos—no podemos juzgarla, la mujer era especial—, en ese momento conducía uno que no lo había manejado mucho, entonces al subirnos al pinche vehículo se destartaló y nos tuvimos que bajar a empujarlo, por lo que también entiendo un poco de mecánica.

En mini falda empujando una carcasa. No, si yo no salí heroinómana de casualidad. Imposible criarme en un círculo afectivo sano con una madre  al borde del cinismo como la mía. 

Stadium, el chico lindo, mis casetes en consignación, mis amigas de hockey, todo quedó enterrado en el año 1989, junto con las primeras lecciones de amor de mi descendencia. 

No le hablé a mi familia por un mes entero y toda la presión que sentí por no encajar, hizo que me fuera a vivir sola a los veintidós años. Cómo verán, este carácter sólido e independiente no me lo dio la genética, sino el contraste  de haber  sido azotada en altas horas de la noche por una señora a los gritos. La misma que al día siguiente entregó el vehículo del siniestro a un comprador que la felicitó por su amabilidad y su profesionalidad.

Por eso cuando suceden cosas como el COVID, me rio pensando que lo peor ya pasó, y que si ese virus me toca la puerta, intentaré que no me agarre en mini falda empujando mi destino.

 

 

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