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Oficialmente de Florida

Es cierto, Florida jamás será California, ¡y menos mal! Porque ayer arranqué la patente (de California) del coche y colgué oficialmente la placa que me ha liberado de circular a 120 kms por hora sin un puñetero vecino manejando un Prius con bozal. 

¿Se puede ser tan feliz con un simple cambio de patente?

Claro que no; tengo un amigo divorciado 3 veces que me dice que la felicidad no existe. Y no, no existe afuera de nosotros mismos, y esta parece ser la maldita lección que nos viene dando cátedra hace 4000 años. Pero el ser humano es así, insiste con que alguien o algo le salve la vida, o al menos se la arregle, de esa manera se ahorra el buceo interior y el analista. 

Ahora, para una tipa como yo, que se cayó de la cuna con dos meses y salió bailando “La Cucaracha”, un cambio de patente significa un eclipse solar en el patio de mi casa. Como verán, todo es cuestión de perspectiva y elección. Para mí nunca hubo otra opción que “ser feliz,” porque sin serlo, nada hubiera valido la pena. Ni parejas ni amigos ni logros personales. Digamos que trabajar para la felicidad ha sido mi único propósito en este planeta, ya que todo lo demás, es irrelevante si uno no puede tener algún tipo de goce interno sin cobrar un sueldo.

Y ustedes lo saben queridos humanos; mis adorables vagos de alma de  búsqueda interior. 

Para una especie que lee a Paulo Coelho, toma alcohol para hundir sus penas y depende de su utilidad física para alcanzar el éxito, hace rato que está flotando en la miseria. Después lo llaman “sacrificio”, como si para llegar a una meta uno tuviera que pasar por una picana de experiencias autoinfligidas. 

Por suerte mi serotonina está bien alta, porque hay que habitar una dimensión densa como esta sin hundirse en el lodo. Mucho palo santo, meditación y una nueva licencia de conducir: residente de Florida. 

En alguna línea de tiempo tiene que existir algo más grande que pagar las cuentas, trabajar, casarnos y morir. Siendo adicta a lo simple (y la buena música), el haberme vuelto del registro del automotor con el pedazo de chapa en la mano hizo pico con mi expectativa: de repente soy de acá. De un lugar que geográficamente no se compara con California, pero que me dio todo lo que estaba buscando. Que coincide con mi espíritu, así como cuando escuché por primera vez las Cuatro Estaciones de Vivaldi en F menor y creí dar con la perfección.

No idealizo la tierra de las naranjas, pero vivir acá me acercó más a mi raza, una que no tolera la falta de libertad y expresión.

 

—Perdoname—le dije a mi vecino de enfrente—¿me ayudarías a sacar esta patente de California del auto así puedo atornillar la de Florida? Le pregunté mientras flameaba mi orgullo con una fruta de metal en el centro.

 

Me miró y se rió pidiéndome telepáticamente que no le contaminara su territorio. Mi percepción dio en el blanco y le dije:

 

—No te preocupes, no soy demócrata, por eso me mudé acá.

 

—¡Uf! Menos mal, porque Florida se está llenando de gente que defiende a la izquierda pero buscan refugio en la derecha—me dijo él acertadamente.

 

—Tal cual, espero no ser la única excepción. 

 

Tiró su cigarrillo y me dio la mano para que saldáramos una nueva amistad.

 

—No tengo mis herramientas acá, y esa patente está atornillada para sobrevivir un huracán. Pero cuando vaya a mi barco las traigo y te la saco. 

 

Nos volvimos a dar la mano—de por cierto, un fuerte apretón que casi me deja las falanges en el cenicero—y nos despedimos hasta la próxima.

Al volver de andar en bici la patente ya no estaba. Reconozco que la gente en este sitio celebra mi personalidad, en cambio, en mi ex California me la querían amarrar a un poste y prenderla en llamas—solo que ellos lo llamaban vacunación y yo incineración.

 

Ron DeSantis, ¡te debo una!

Buen viernes para todos.

 

 

Ceci Castelli

 

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