Cocinando deudas
Otro año más en la rueda cósmica del universo dando el giro justo sobre mi tarjeta de crédito.
Regalo soñado: un hombre de uno noventa acariciándome el pelo.
Regalo obtenido: un juego de ollas y cacerolas.
Mientras yo zapateaba en mi cocina bailando Ottmar Liebert con mis cacerolas viejas y desgastadas, Jamie Lynn me llamó desaforadamente para decirme que se vendía un juego de ollas de muy buena marca a mitad de precio.
¡Con qué esto quieren de mí malditos astros! ¿Cocinando a fin de año para la familia numerosa que no tengo?
Yo les pedí un chef para navidad y resulta que me envían un juego de teflón para que continue mi tradición de huevos revueltos.
La pregunta es: ¿A quién le doy un sartenazo primero? ¿A Jamie por empujarme a qué cocine, o a los espías norteamericanos qué escucharon nuestras conversaciones sobre mi renovación en la cocina?
Muy a pesar mío, mis instrumentos gastronómicos están más para baldear el patio que para hacer un guiso, y toda esta vaina de cocinar se me pasó por alto porque yo nací para que me atiendan, no para que se me pegue el estofado por hablar por teléfono con mis amigas. Pero el Universo está gracioso este año y en vez de mandarme a una cabaña en la nieve, puso mi plástico de rodillas nuevamente.
Querido Citi Bank: ¿Qué tal si empezás a cocinarme vos ahora?
Ponché mis dígitos de mujer millonaria y hala, otro gasto más en la cuenta del Debe y el Haber. Bueno, más el Debe que el Haber.
Otra materia que recursé toda mi secundaria: Contabilidad.
— Castelli, no entiendo, están las dos columnas para que usted no se pierda, es el cuarto examen que confunde los gastos con los ingresos. ¿Qué quiere, qué se lo haga yo el examen? Me decía el amoroso de mi profesor traumándome en el departamento de las ciencias exactas.
— ¡Ay no! ¡Otra vez no! ¿A qué mes me llevo la materia?
— A qué mes, no, a qué año.
La escuela secundaria: una ola de juventud, diversión, chicos que te miraban, primeros amores, hormonas en auge y para mí: un calvario.
Admito que no fue mi culpa, el sistema Montessori no existía en los años noventas (al menos no en Argentina), entonces yo era una alumna avanzada sin el respaldo necesario para atajar mis comportamientos por el sistema educativo tradicional.
Por suerte cursé mis seis años— porque uno falté y se extendió mi diploma—entretenida con mis transacciones comerciales de chica muy viajada vendiendo cosas importadas a los alumnos que no tenían la posibilidad de salir del país como yo.
Caramelos ácidos; figuritas; lápices de Disney; papel de carta; y algún que otro juego electrónico de Pac-Man. Me seguían todos, yo venía a ser la narcotraficante de primer año que les proveía lo que realmente importaba: la mercadería.
Al ser famosa en la escuela, los olfachones me ayudaron con los trabajos prácticos y me dejaron que les copiase en las pruebas. Pero al poco tiempo todo este negocio mermó y uno de los alumnos me mandó al frente en rectoría divulgando mis ventas clandestinas. Él desgraciado lo hizo porque él también viajaba al exterior, y en vez de ser mi competidor canceló el negocio y se terminaron mis materias aprobadas.
Quince profesores particulares, cinco veranos encerrada y seis años después, me gradué en un colegio nocturno con compañeros de cincuenta años, gente del batallón 121 y algunos alumnos en rehabilitación. My kind of town.
Podríamos decir que era la joya de la familia, pero como tengo una hermana que nunca se sacó menos de un ocho en los exámenes, mi reputación quedó en la sombra casi una década.
Mi talento nunca fue chutarme los monólogos académicos que arruinaron mi adolescencia; lo mío era la música, la escritura, el arte y el deporte; un canal importante para quemar tanto polinomio y regla de tres en vano. Entiéndanme, para mí uno se lucía por el alma, no por la mente, eso era para los pobres de espíritu. Yo siempre me consideré una ganadora, porque no me hizo falta sacarme un diez para demostrar mis capacidades, yo era feliz, para mi eso era ganar.
Evidentemente en mi casa no pensaban lo mismo y les valía madre mi alegría de vivir; mi madre se cansó de pagar escuelas privadas y profesores particulares y terminé trabajando para ella siendo la jefa más exigente de mi juventud.
Hoy vivo a diez mil kilómetros de esa realidad, solo para darme una palmada en la espalda y agradecer la escuela de mi ciudad que me sacó mala para los números, pero buena para endeudarme con mi juego de ollas de chica soltera cocinando para mi rebelde pasado.
¡Los espero en mi cocina con un revuelto de espinacas!