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La escena del crimen

 

Se avecina una guerra de covidiotas, continuan los debates por el fraude electoral, Antifa sigue destruyendo ciudades enteras, los medios de desinformación no están actualizando el panorama y los pinches demócratas festejan que ganaron. Bueno, si les ponen un bozal a sus hijos, no me sorprende que la ignorancia supere la evidencia científica. 

Tanta peligrosidad junta se acumuló en mi tren delantero y estoy lista para irme de viajes. No será un buen momento—históricamente hablando—, pero necesito unas vacaciones de los esclavos durmientes que me rodean si quiero mantener mi sanidad mental.

Así que ayer me fui de compras para eyectar esta película de ciencia ficción de mi cerebro límbico. Nada me produce más placer que ver una fila de perchas con ropa, me ayuda a concentrarme en el diseño y evita que mi adrenalina prepare las balas para cuando los zombies contraataquen. Sinceramente no me interesa que los progres se estén asfixiando por usar un trapo hace ocho meses, de hecho, estoy esperando un desfile de edemas pulmonares para fin de año. Lo que me violenta es que detrás de esa tela con un ecosistema de microbios, me digan que yo también me la tengo que poner. 

Gracias a mi amigo Luismita, apliqué su técnica de rechazo: básicamente una mirada silenciosa y dos rayo láser quemando a su víctima. Todo venía muy exitoso en el campo del copy/paste hasta que fui a la góndola de zapatos y una mujer obesa se dio vuelta y me gritó: — ¡Alejate de mí ya! ¡Te quiero a seis pies, bitch! 

Un volcán lento, cínico, impaciente y cegador empezó a escalar por todo mi sistema sanguíneo. Un químico ancestral y primitivo se apoderó de la dulce escritora que solo desea el bien. Mis quince años de meditación quedaron aplastados en la carpeta de eliminados temporalmente y mi sistema nervioso solo pudo ver lonjas de grasa esparcidas en el centro comercial más siniestro de la city.

La miré deshojándole el alma, y mientras ella esperaba una discusión de compradora apurada, me giré con la lentitud de un Taipán de la costa y le dije:

 

—Sos gorda, bah, obesa en realidad, ¿y tenés miedo de un virus? Lo más probable es que te mate una diabetes, un colesterol irreversible o tu manía de abrir la maldita boca y tragártelo todo. Así que haceme el grandísimo favor y correte vos, y la próxima vez que me amenaces con tu baja autoestima y tu falta de voluntad, estudiate bien el perfil, que así flaquita como me ves, soy capaz de clavarte una percha en la yugular.

 

Acá es cuando el ego trabaja para uno y no a la inversa. Cosechando lecciones de amor en la fila cuatro de mi viernes por la tarde. 

No sé si la señora desapareció de mi vista o se suicidó con mi discurso, pero nunca más la vi. Los covidiotas me dejarán sin aliento, pero nunca sin palabras. Es una promesa que les hice a todos ellos cuando llegaron a este planeta y quedaron varados en el estadío de operaciones formales (ver bibliografía Piaget). Por eso un buen chirlo a tiempo soluciona disputas inmediatas. Dos balazos literarios y ya me la saqué del pecho.

Francamente, no los aguanto más, pero si no junto un poco de pedagogía voy a seguir volviendo a este plano para curar mi temperamento.

Dócil y humilde, hasta que pretenden controlarme. Entonces ahí es cuando supura el gen “cazadores y recolectores” y saco el bate dando un palazo en la cabeza para que desaparezcan de una vez.

Ochenta porciento ternura, veinte porciento asesina serial.

Si me querés bien te lo doy todo, si me enfrentás con herramientas Neandertales, puede que mueras con el mismo sesgo que naciste: sin propósito.

Llegué a mi casa a las ocho de la noche, me lavé las manos para no oler a sangre y me vi una película abrazada a mi vuelo que sale en cinco días.

Que no decaiga guerreros, ¡nos vemos en el aeropuerto! 

 

Peace!

 

Ceci Castelli

 

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