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A la playa en celibato

 

Ayer me escribieron un mensaje por las redes sociales mencionando un entusiasmo por mi apasionada escritura y preguntándome porque estoy de celibato.

Evité responder la pregunta para no colapsar los 64GB de mi teléfono que ya dejó de procesar datos insostenibles sobre encuentros del tercer tipo desde 1998.

A mi querido lector: me está costando tener una conversación sin que no hablen un 90% ellos, ¿y vos querés que yo me desnude frente a un narcisista y también lo escuche mientras estoy haciendo el amor?

Estamos en el 2020, si no evolucionamos hasta hoy, lo que queda es una camada de inteligentes sin un sistema de emisor y receptor instalado.

La escuela

En la  secundaria me echaron de cuatro colegios, mis notas estaban mas cerca del precipicio que de la libreta y mis confrontaciones con la jerarquía educacional bordeaban más una guerra civil que la formación de un carácter indomable. Aun así, no temo decirlo, me siento orgullosa de mi comportamiento. Uno podría analizarlo por rebelde, ¿pero a quién puede gustarle ser abanderado y sostener un mástil de cinco kilos en la mano viendo a  trescientos veinticuatro  alumnos discriminados?. Si vamos a creernos superiores que al menos sea en equipo, y no parado solo en el patio de la escuela con cincuenta grados de calor y un guardapolvo almidonado hasta el hartazgo. Aclaro que mi protesta jamás fue hacia el conocimiento, sino más bien hacia la forma que este se nos era dado. 

Madre soltera

Mi barrio parece un peregrinaje de sonámbulas caminando sin rumbo por estar sin actividades hace un mes. El norteamericano medio no está acostumbrado a no trabajar, el centro de su vida es el trabajo. Es más importante que sus hijos, sus nietos y hasta diría su mascota, aunque no estoy del todo segura, hay algunos que hasta si pudieran sacarían al gato a pasear en cochecito.

Lo cierto es que esta gente no sabe lo que es una crisis mundial, lo han tenido todo y lo más duro que les ha tocado atravesar es el atentado de las Torres Gemelas. El hambre, las huelgas, los piquetes, los saqueos y la inflación pertenece a otra dimensión para ellos y por esto último el sistema  los controla con tanta facilidad. Se asustan rápidamente y obedecen órdenes sin cuestionarse mucho el trasfondo de las intenciones. No voy a declarar esta cultura de inocente, pero es un poco más complejo sentir las verdades ajenas como propias cuando vos no pasaste ni por una tormenta eléctrica.

Pochocleando contra la marihuana

Por amor o por dinero, esa fue mi opción de sábado por la noche. Con un Michael J. Fox de treinta y dos años que merecía que le besara todas las pecas de la nariz una por una. Una comedia romántica de los noventas dirigida por Barry Sonnenfeld, rodada en la magnifica New York. Él: conserje de un hotel, ella: Gabrielle Anwar, empleada de una de las tiendas del hotel. La tensión del film gira en torno a Fox intentando conquistar a Anwar, que a su vez sale con un multimillonario que está casado y promete dejar a su mujer por ella. Esta película es tan previsible que me hizo pensar que si yo trabajara como guionista en Hollywood, probablemente no duraría ni dos meses. ¿Pero acaso no era esta la particularidad de los noventas? ¿Esa mezcla de predictibilidad que nos aportaba una sensación de seguridad que al final todo saldría bien? Una época en donde la ciencia ficción, la violencia y la sangre no había aterrizado en su totalidad en la pantalla grande. Mientras disfrutaba de la inocencia de esa generación, sonó el teléfono en el medio de mi cita. Me sequé los dedos llenos de aceite del pochoclo y atendí. Para mi ingobernable sorpresa era Ryan, el empleado de Guitar Center. Un chico que conocí hace tres meses cuando me compré mi segunda guitarra. Rubio lavado, despeinado, un metro noventa de rock y escamas y ojos que te sacaban la ropa sin tocarte. Ventajas: podría haberme enseñado el valor de una cejilla bien hecha en una sola lección. Desventajas: quería dejar su trabajo para dedicarse a tocar música en la calle y pagar su alquiler de las limosnas mensuales.

Stadium

A los doce años abandoné mi colección de ponis, guardé mis polleras estampadas con arcoíris y decidí neutralizar mis aires virginales rompiendo las normas una vez más en el boliche que hizo historia en mi adolescencia: Stadium. Una discoteca matinée con el mejor rock de los ochentas en el centro de la ciudad donde me crié: Rosario.

Tachábamos las cruces en el calendario contando los malditos siglos que faltaban para que fuera viernes. Yo particularmente me había obsesionado con este lugar porque no podía escuchar esa música en ningún otro sitio, además, me había hecho amiga del tarjetero traficante de casetes que me grababa todos los temas que pasaban en el boliche y me los vendía al precio de una entrada.