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Programón predictivo

No soy de mirar series, porque sé que están creadas para que uno se vuelva adicto, y como me molesta que quieran controlarme en mi tiempo libre también, intento evitarlas lo máximo posible. Hasta que llega ese maldito día, donde me encuentro tirada en el sillón un viernes por la noche comiendo un chocolate y aparece una publicidad con un actor que juro haberlo tenido de marido en otra vida. Es él, estoy segura. Profundo, sensual, observador, lindo, espiritual, vamos, una eminencia. 

Y mi adicción ya se disparó y hasta que no mire el último capitulo no paro. 

La serie se llama Sex/life. Los guionistas lo saben, algo que empieza con la palabra “sexo” venderá seguro. Una sociedad activada en un 80% por el cerebro reptiliano, tira las coordenadas al pie del cañon para inventar un cine que chorrea de obviedades. 

Aunque ese es el análisis inicial para reprogramar la verdadera intención. La trama del plot: una mujer casada con dos hijos aburrida de su vida matrimonial. Jackpot! 

No hace falta ser ningún Carl Jung para entrever las metas de esta gente, ya que la ruptura del modelo tradicional está en auge justamente por una hiperestimulación del ego. Una vaga sensación de que nada alcanza, de que la rutina ya no entra en el plan, y de que las emociones fuertes han tomado partido. Estamos en una era en donde si no hay intensidad, no merece ser vivido. Y esta serie lo transcribe a la perfección. Cuando en el fondo sabemos que lo verdadero jamás podrá lucirse en el campo de la euforia, porque justamente no está activado por las pulsiones cíclicas del intelecto. 

Solamente una raza tan débil como esta puede caer en la trampa mortal de la seducción, que habita solamente en la superficie de la realidad, tan condicionada por el sentir y no por el ser. 

Y Netflix lo sabe, porque es tan fácil sacarnos la ficha que hasta me da vergüenza de que hayan encontrado mi IP en su servidor. 

Que dice algo así como: “chica soltera con la guardia baja mordió la manzana de un casting bien elegido”.

Y por bien elegido no me refiero a que los protagonistas rompen la pantalla con su química y atracción, sino que en la vida real se enamoran en serio y eso duplica el compromiso de lo que sienten en la filmación.

No sé si llamarlo suerte o destino. Ya que a mí me está llevando 40 años encontrar a alguien para tomarme un café y no querer cortarme las venas con el borde de la tasa. 

A lo mejor si en vez de escribir hubiera actuado, hoy la protagonista podría haber sido yo, y ese australiano llamado Adam Demos podría estar llevándose mi número y decidir pasar el resto de su vida con una chica que no le importa mucho la fama siempre y cuando tengamos cosas de qué hablar. Porque al fin y al cabo una verdadera conexión es eso, poder observar el mundo hacia un mismo lado. Y solo Dios, los anti vacunas y los conspiracionistas sabemos lo que se ha afinado ese camino.

Cinco horas, 6 capítulos y una migraña después, terminé con el calvario de ver a dos pajaritos hacer el amor sin parar frente a mi chocolate morido y mi estado civil. 

Florida, no temas, no llegué hasta acá para que me juzgues por querer el alma o nada, me insertaron en el planeta equivocado y ahora me la tengo que jugar hasta el final. Aunque eso implique chutarme de vez en cuando un cortometraje que deje mi deseo en la lona por a veces querer un poco de lo que quiere el resto de los mortales.

Con o sin pareja, el camino siempre es personal, aunque confieso que con alguien como Demos, podría ser mucho más divertido. No voy a festejar mis debilidades, y trataré de no volver a consumir Netflix, pero nadie jamás podrá sacarme la imagen de ese rockstar de mi destino.

 

Buen sábado para todos,

 

Ceci Castelli

 

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