Coronel Bogado
Las llaves de todos los autos no era lo único que le robaba a mi madre cuando tenia catorce años; me siento orgullosa de declarar que ni bien cumplí quince años también le robaba las llaves de la casa del campo: Coronel Bogado. Un pueblo que quedaba a 49 kilómetros de la ciudad de Rosario. Mientras las chicas de mi edad se obsesionaban con viajar a Disneylandia para encontrarse con Mickey Mouse y comprarse manoplas blancas con puntos negros, yo me obsesionaba en juntar a mi grupo de amigas para irnos a Coronel Bogado a pasar el fin de semana de nuestras vidas.
Mi madre tenía muchas llaves, pero se ve que Dios quiso que yo gozara de mis aventuras porque a pesar de la confusión siempre le daba en la tecla. Les preparaba una listita a mis amigas de lo que tenían que llevar… Y debajo de la lista les ponía a cada una: — Vos le decís a tu mamá que vas a quedarte este fin de semana en lo de Micaela. A Micaela le decía que dijera que se quedaba en la casa de Irene, y así cubríamos el escape para que nadie sospechara de que nos tomábamos el colectivo El Alba en la avenida 27 de febrero a las siete de la mañana.
Eramos ocho; ocho quinceañeras torturando al chofer y a todo el mundo que se nos acercaba porque encima a mi se me había ocurrido crear canciones con respecto a nuestro viaje. Me acuerdo también que sometí a todo el grupo a ponerse un pañuelo blanco atado en una pierna para distinguirnos de los demás; nos creíamos cool y diferentes, y debo admitirlo, gran parte fue culpa mía. También se me ocurrió que a la noche cuando saliéramos nos pusiéramos un poco de tempera en el pelo para que la gente no nos confundiera con los locales. Entonces cada una de nosotras tenía un cuarto del pelo pintado de algún color que coordinara con nuestra cabellera. Por supuesto que esa fue otra idea mía, creo que estaba trasladando algún taller de actividades prácticas a mi vida cotidiana. Francamente era un poco ridículo, ya que es bastante fácil distinguirse de ser un turista en un pueblo de 2342 habitantes.
Nuestro primer encuentro con la sorpresa de la gente fue en el club deportivo Mariano Moreno, en donde nos tirábamos bomba a la pileta y rompíamos con la tranquilidad del pueblo haciendo media lunas en el trampolín, colándonos para no pagar y arruinando toda posibilidad futura de alguna otra quinceañera en la conquista de algún hombrecito de la zona. Eramos la llamada de atención de la población, y para muchos, una amenaza que duraría un par de días largos e interminables.
La cuestión es que nos hicimos amigas de veinte varones; algunos con novias que los dejaron por entablar amistad con nosotras. Nos pasaban a buscar en un Jeep y me acuerdo que éramos quince personas montadas en ese vehículo a todo lo que da. No solamente sometí a todas mis amigas a que gozaran del aire campestre si no que también las invité a que robáramos caballos de la zona para salir a galopar por el campo como verdaderas gauchas. Bueno, de gauchas no teníamos nada, sobre todo cuando la rubia mas diosa del grupo se fue a la cuneta porque el corcel se dio cuenta de su miedo de chica de ciudad y le pegó una patada y todo.
Recuerdo verla llorando a lado de su caballo blanco gritándome algo así como: — ¡Basta nena! No te sigo más, me podría haber matado, el pobre caballo no tiene la culpa, ¡Sos vos que nos hacés hacer todas estas cosas!
Era verdad, para mi cabalgar era lo máximo, y yo quería que mis amigas experimentaran el viento en la cara y el jale y tire de domar a los corceles de Coronel Bogado.
Pero teníamos solo quince años, y a pesar de las peleas con las actividades agrestes que yo organizaba, éramos libres. Teníamos una casa a disposición, las motos y autos de nuestros nuevos amigos y nuestros padres en una ciudad lejana pensando que estábamos jugando al Tutti Frutti con nuestras amigas en una casa con hogar a leña supervisadas por la autoridad.
¿Qué podía salir tan mal?
Me acuerdo que en nuestra última noche organizamos un fogón en el jardín de atrás de la casa y los chicos trajeron la pala grande y se lo tomaron en serio. Cavaron un pozo de un metro y medio —probablemente para enterrar mi cadáver cuando mi madre se enterara— y armaron un fogón con toda la leña de sus campos. Trajeron guitarras, cervezas y nos cantaron todas las canciones de Horacio Guaraní, Los Chalchaleros, Silvio Rodriguez y toda la colección sentimental que nada tenía que ver con nuestra inclinación musical. La que no celebró con nosotros fue la Tota— mi vecina de ochenta años— que a las dos de la mañana nos tiró un cascote al techo de chapa de la casa amenazándonos que le iba a contar a mi madre.
Pasamos por alto el anuncio, un par de nosotras nos enamoramos de algún Bogadense, y la despedida fue más dramática de lo pensado. Cartas de amor, besos con labial en el sobre, una rosa aplastada dentro de un libro, y todas las cursiladas del sistema solar que nos identificaron por hacer las cosas mas estúpidas de nuestra adolescencia.
Por supuesto que todo se fue al tacho cuando llegué a casa bronceada y con olor a rancho en el pelo y la vi a mi madre, parada en la puerta, caminando firme hacia mi persona para jalarme de la oreja diciéndome por vigesimocuarta vez: —Cecilia, ¡Esta es la última! No puede ser que no tengas limites.
Y yo…Tan aventada de vivir la vida como es debido, le contesté: —Otra vez el disco rayado--y me ligué un cachetazo que me duró una temporada entera.
El teléfono fijo sonó cuarenta y siete veces ese día, era el grupito de amigas que me llamaban para ver cuánto duraría el castigo. Pero mi madre no me dejaba atender, porque sabía que una de mis grandes debilidades era hablar por teléfono. En cambio, por dos semanas, decidió atender solo ella, y el speech era el siguiente: —¿Quién habla? No mirá, acá no llamen mas, Cecilia está castigada hasta que se me pase el enojo, y no se pasen de listas porque voy a empezar a llamar a sus padres para que se enteren de todas las que hicieron.
La vida sin mí era difícil, y en esa época no existía el celular, así que tuve que inventarme una nueva herramienta para abrir el candado del teléfono y poder comunicarme con el exterior. Después de lograrlo la cuenta de teléfono se duplicó y los castigos también y así atravesé la mayor parte de mi adolescencia: entre la franja vertiginosa de la dulce aventura y en mi cuarto con los walkman a todo volumen escuchando Led Zeppelin.
Podría decir que mi madre tuvo mucha paciencia conmigo, pero no es cierto, pocas veces en la vida uno se topa con un hijo milagro, y esa fui yo. Y francamente si hubiera tenido una hija como yo, le hubiera rezado y prendido velas, porque solamente mi sangre de santa me ha salvado de las cosas mas peligrosas de este planeta, así que si algún día se cruzan conmigo por la calle, no teman, ¡estamos protegidos!
Este relato va dedicado a mi madre, que tuvo la fortuna de haberme concebido.