Desenchufame la heladera
Me he criado en una familia que siempre recauchutaba todo, y a pesar de que mi hermana y yo sufríamos de ver una cama transformada en baúl o una silla en mesita de luz, esta cosa vintage se le daba muy bien a mis padres. Recicladores natos de todo lo flojo, destartalado, roto o fisurado.
La teníamos clarísima, si hubiera sido por mis padres, IKEA jamás hubiera existido.
Ellos desafiaban la carpintería, la arquitectura y a veces hasta la gravedad.
No fue nada fácil convivir con un par de recicladores compulsivos como ellos, nunca teníamos nada nuevo, y a pesar de que habíamos traído todas las cosas de EE.UU, hasta el día que me fui de mi casa, tapaba mis 58 kilos con el acolchado de arcoíris de JCPenney. Firma: 1989.
Mi mamá, hasta hoy y con 70 años, sigue llamando al flete para transportar muebles viejos a diferentes propiedades. Colchones, estufas a kerosene, roperos con las puertas fuera de eje, y un sin fin ochentoso para el olvido.
Mucha gente la ha admirado por esto, pero para mí ha sido un trauma nivel 2—esos que se superan pero que siempre quedan flotando en el inconsciente.
El resultado de este naufragio de muebles de época sobreviviendo la segunda guerra mundial y terminando a mi lado, me ha llevado a ser una mujer coercitiva cuando de tirar se trata. Más de una vez varios cirujas se han beneficiado con mi buen gusto. Amén hermanos.
Para mi comprar cosas nuevas es una forma de circular energía—y la economía claro. La frugalidad es mi oponente y con una sola raspadita me alcanza para el cambio de ciclo.
El criterio de mi madre es siempre el mismo: gracias a su reciclaje tiene todo lo que tiene. En su diccionario, no se derrocha nada, en el mío, pico de depresión de diseño de interiores.
Ver una cortina de una casa quinta, con una heladera de campo y una mesa de un departamento antiguo, todo en un mismo inmueble, es para rasurarse las venas con una llave inglesa.
Pensamiento de mi madre: ¡listo! Ambiente solucionado.
Mi pensamiento: Oh my God, ¡inalquilable!
Pero con este relato no pretendo saldar la brecha generacional entre mi madre y yo, sino más bien contarles que me compré una heladera nueva, porque la que vino con el departamento tenía olor.
Solución de mi madre: echarle lavandina al filtro. ¿Les dije? La lavandina y ella son aliados.
Mi solución: VENDERLA ya.
La cuestión es que era tan fea y olía tan horrible que jamás pensé que me la sacarían de las manos de la manera que lo hicieron.
—¡¿Ay pero querida por 200 dólares quién no la compra!? Me dijo mi mamá tan suelta con el dinero ajeno.
Los compradores eran de Haití, o sea, dos mulatos de un 1,90 que podrían haber fracturado mis huesos en el sillón del living mientras rodaban la heladera por el pasillo y se escapaban sin pagarme.
En cambio, eran dos amorosos que no tenían ni puñetera idea de geometría, porque tardaron exactamente 45 minutos en sacar la heladera del marco de la puerta.
Sumado a esta eventualidad, cortaron una manguera atrás del electrodoméstico que transportaba agua para el hielo que jamás me dio, y en 4 minutos mi cocina se transformó en el Arca de Noé. Los 200 dólares más caros de toda mi vida.
Pudieron sacar una sola puerta, la otra quedó flameando, y así, entre el sí y el más o menos, partió mi infancia en la camioneta de dos desconocidos—que para esa altura ya éramos como primos.
Vamos a lo importante: el lunes llega mi heladera nueva, y si los expertos que la traen están acostumbrados a la construcción de Florida, ese electrodoméstico debería hasta prepararme la cena.
No los invito a comer porque probablemente esté en el teléfono con mi madre discutiendo mi ansiedad (según ella) por tener todo nuevo.
Según yo: celebrando la abundancia del Universo y ponchando el plástico para mi próxima inversión.
Un beso en la frente sin manguerita,
Ceci Castelli