Tequila Sunrise
Resumir un viaje en avión en los tiempos que corren es como traducir el Bhagavad Gita de un tirón, una tarea casi imposible y con varios banquinazos en el camino. Pero a esto me dedico, a observar la realidad e interpretarla para ver a cuántos tengo de mi lado el día que tiremos los cuerpos en el fogón y brindemos con ceniza de zombie.
Confieso que llegar al aeropuerto de San Francisco fue una experiencia agridulce. Tanta gente con bozal puesto tomando su latte con pajita por debajo de la tela fue como una operación a corazón abierto, inesperada y dolorosa. El desafortunado evento me forzó a comprar un café con leche y sostenerlo pegado a la boca para que ninguna oveja apocalíptica me coartara la libertad de respirar aire puro.
Tres mil sorbos, una hora y media y cuarenta miradas después, me encontraba sentada del lado de la ventanilla sobre el ala del aéreo. De costado tenía un par de ojos celestes que me miraban intensamente cada vez que mi boca se apoyaba en el plástico del vaso fingiendo la tomadora compulsiva de café que no soy. El show había empezado y tenía que desenvolver el libreto hasta el final, aunque eso implicara que me enterraran con un vaso descartable de Starbucks en la mano.
Cuando me apoltroné para leer el diario y enterrar mi nariz en el mismo hasta aparecer surfeando en las olas de San Diego, el amoroso de mi vecino decidió interrumpir mi velada para preguntarme cuál era el motivo de mi viaje.
—Tomarme unas vacaciones de la gente con la cara tapada—le contesté con un PH acídico—¿Y vos?
—Tu problema es que tomas café mija, tienes que echarle algo más fuerte a esa bebida, con un cafecito no se llega a ningún lado, ¿comprendes?
No solo que su acento mejicano me trajo un halo de esperanza, sino que además su carácter pacífico automáticamente le hizo una acupuntura a mis nervios al borde del colapso. Me reí festejando su nacionalidad y el metió la mano en el bolsillo interno de su campera para sacar una petaca de tequila.
—¿Quieres un sorbo? Es de la buena, ¿conoces a Don Julio?
—No lo conozco y las presentaciones oficiales me estresan.
—Pues ándale, tu problema es que necesitas un poco de alcohol para relajarte mija, te estoy invitando así te olvidas de todo este asunto de los gringos atacándote. ¿Me llamo Juan y tú?
—Cecilia, un gusto Juan. Mirá, no soy de tomar alcohol, pero gracias por la buena onda, ya me emborraché de alegría con la tripulación momificada por una gripe, no thanks.
—¿Te gustan los mariscos? Te invito a Tijuana que es a donde me voy ahorita cuando aterrice en San Diego. Tengo el carro de mi primo esperándome para cruzar la frontera. Allí está más relajado y no hay presión como aquí.
—Gracias Juan, pero soy vegetariana. Como muy poco pescado y los bichos de mar me dan impresión. Los ojitos que se asoman, ¿viste?
—¿Qué clase de Argentina eres? ¿Y a dónde está tu novio?
Esa pregunta retórica tenía más intención que el motivo de mi viaje en sí, pero tuve que continuar con el cuestionario sino quería ser atrapada entre el aliento a tequila y sus ojos azules que ya para esa altura me habían llevado a un hotel en las afueras de Tijuana.
—No tengo novio, Juan.
—Pero claro mija, no bebes, no comes carne y lees el diario, ¿quién puede contigo? Aflójate, envía tus responsabilidades a la chingada y diviértete un poco.
—Dejame que adivine, estás casado.
—Pues lógico, aunque no sé bien con quién. Pero ahorita necesito una vacaciones, estos gringos no se toman ni un descanso, así que mi esposa se queda en casa con los niños mientras yo me encuentro con mis comadres en Tijuana. Si tu quieres un esposo mija, vas a tener que empezar a beber un poco. Una mujer sobria es más peligrosa que un lagarto moteado, a los hombres nos asusta un poco. Relájate, comete un churrasco y bébete un mezcal. Vamos Argentina, no traiciones tus raíces.
—Yo te digo cuáles son nuestras raíces, Juan: neuróticas, Freudianas, intensas y con una ansiedad al borde de la hiperventilación por el desarraigo de nuestros ancestros.
—No comprendo mucho los que has dicho, pero suena complicado.
—No tengas ni una duda, estamos jodidos.
Nos saludamos al aterrizar y se bajó el barbijo diciéndome “cuídate”, en donde un diente de oro se asomó en la despedida.
No soy de las que se casan para tener una compañía, quiero todo porque lo doy todo. Así, tan culturalmente identificada con la intensidad que nos caracteriza.
¡Los quiero un chingo!