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Del amor propio a la acupuntura

A los cincuenta años, Jennifer López se cuelga de un caño sostenida por sus pantorrillas a un metro del suelo en el Super Bowl, y yo cruzo la calle y me agarra un tirón en la cintura que estoy tres días con ibuprofeno. 

Injusticia, desapiádate de mí.

Esta Jenny, además de no tener una sola arruga en la cara, porta unas nalgas a prueba de ozonoterapia, vendas frías y electroporación.

¿Qué pasa con la gente en los medios que no envejece?

No me vengan con que tiene dinero porque Jennifer López no tiene cirugías. No hay manera de hacer photoshop al espectáculo con más cámaras de primer plano de Estados Unidos. 

Y mientras Shakira y la Jenny se llenan de nuevos seguidores y estiran las piernas hasta la luna en una nueva elongación yoga Kundalini reloaded, yo llamo a un acupunturista —que aparentemente es famoso en mi círculo de amigos.

 

— Ceci, este tipo me sacó un dolor de rodilla crónico. Es un crack, y se especializa en migraña.

 

Cuando mi amigo dijo la palabra “migraña”, fue como si me hubiera clavado una aguja en el tercer ojo, no podía parar de escuchar su nombre: Daniel, Daniel, Daniel.

Ahora que un chino se llame Daniel es menos probable a que yo me cuelgue de ese caño y no me vaya de hocico en la primer toma.

Pero estamos en United States, y su nombre acá tal vez sea más impronunciable que mi alegría al dar con alguien que finalmente saque el dolor de cabeza.

Pedí un turno y el lunes a las diez estaba ahí. Qué lindo, ¿pensaron que una tipa como yo iba a esquivar los detalles? El lugar es en un primer piso, que al ir subiendo parece que vas a dar con una sesión de espiritismo más que con la cura en sí. La puerta tiene la manija rota y está hecha de una madera que parece una rampa para que los caballos se suban a una camioneta y los trasladen al hipódromo— se va a la chingada en cualquier momento. La sala de espera es un cuadrado más chico que mi baño y con una alfombra con olor a bálsamo de tigre y semillas de lino. En el poco espacio libre disponible hay dos sillas (una de cada especie) y un escritorio del ejercito de salvación en donde se encuentra sentada la secretaria: una asiática que no se le entiende cuando habla pero que es tan adorable que a todo le decís que sí— aunque te proponga la silla eléctrica en el primer turno. Las paredes están forradas de miles de diplomas que me hacen pensar: ¿en qué momento clava las agujas si se la pasa estudiando?. Pero bueno, yo me la pasé trabajando y acá estoy, esperando a que me acrediten los millones de dólares en mi cuenta bancaria y pidiendo rebaja en terapias alternativas. Wish me luck!

A los cinco minutos se asoma Daniel, y es el hombre más chiquito de San Francisco, lo sé, es un extraterrestre. 

Mis hermanos me lo han enviado desde otra galaxia para que finalice el calvario de la migraña, que me restaure la energía y llegue mi casa frente al mar. Estoy tan segura que me tiro en la camilla y me levanto los pantalones solita lista para el pinchazo sagrado y el fengshui. 

Él me obliga a que me siente y le explique mi situación. Después de que le canto una ranchera de lamentos acompañados con gestos pantomímicos me pide que me acueste y me dice que me relaje. Hace trece años que medito. Relaje es lo único que tengo. Sacó catorce agujas que eran más gruesas que las que usaba mi abuela para coser la lona del toldo. Lo tengo clarísimo, este hombre más que curarme me va a fabricar de nuevo. 

Y mientras espero el primer pinchazo, no puedo evitar escuchar en mi mente la canción “Rag doll, livin’ in a movie” de Aerosmith. 

¿Alguien me puede explicar esto de ver las estrellas a las once de la mañana? Porque las vi a todas: Sirio, Canopus, Arturo, Carina, y hasta vi el símbolo de Aries volando por ahí. 

Me pinchó los pies, los tobillos, las piernas y el casco craneal. Y como se me ocurrió la brillante idea de contarle que sufría de sinusitis, también me pinchó los pómulos. Con los pantalones arremangados y lista para una brujería de caldera se fue y me dejó chafada en la camilla a la merced de un cóctel de menta y unas oraciones en mandarín.

Cuando intenté rascarme la rodilla— porque sufro de picazón psicológico— sentí un calambre que me paralizó de la cintura para abajo. Era como si las agujas me estuvieran penalizando por nerviosa. A la media hora volvió y le cantó a los alfileres, así como yo les canto a ustedes pero sin fines de lucro. 

Genial, un extraterrestre acupunturista me está curando para que esta vez mi decisión sea definitiva: no volver más a este planeta. 

¿Por cuántas cosas más tenemos qué pasar para dejar de sufrir?

Ni hablar de que estoy sufriendo para sacarme el sufrimiento. Solamente en esta dimensión uno se cura el dolor con más dolor. 

 

— ¿Usted se encuentra bien? Me preguntó Daniel como si estuviera en Cartagena nadando con los delfines. 

 

— Sí, sí, gracias.

 

No estaba como para revelar mi costado irónico al príncipe de las agujas, podré no entender su idioma, pero este petiso tiene un pacto con el chi, que es la energía vital del ser humano. Al menos en oriente, porque en occidente nuestra fuente de energía es el mate, que fue exactamente lo que me tomé para recuperar la autoestima que había perdido. 

 

A tu salud, Daniel, por muchos pinchazos más y un futuro descongestionado.

 

Grazie mille,

 

Ceci Castelli

 

 

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