A la playa en celibato
Ayer me escribieron un mensaje por las redes sociales mencionando un entusiasmo por mi apasionada escritura y preguntándome porque estoy de celibato.
Evité responder la pregunta para no colapsar los 64GB de mi teléfono que ya dejó de procesar datos insostenibles sobre encuentros del tercer tipo desde 1998.
A mi querido lector: me está costando tener una conversación sin que no hablen un 90% ellos, ¿y vos querés que yo me desnude frente a un narcisista y también lo escuche mientras estoy haciendo el amor?
Estamos en el 2020, si no evolucionamos hasta hoy, lo que queda es una camada de inteligentes sin un sistema de emisor y receptor instalado.
Básicamente un modelo ideal para una tecnología que demanda una hiperactividad virtual que aleja al inepto emocional de replantearse un paseo por su interior. ¿Y con estos distraídos me tengo juntar?
No pude responder de inmediato a este lector, es tanta la ciencia que me avala que mi celular explota de capturas de pantalla de las barbaridades que el sexo opuesto propone a la hora de victimizarse por no encontrar pareja. Esta gente no solo quiere que la acompañes en la desgracia de no crecer, sino que además quieren poner tu oído en la sartén consumiendo los pocos megabytes que te quedan después de drenar tu energía hasta el núcleo de la Tierra.
A lo mejor no me expliqué bien: estoy soltera por elección, cazzo, me expresé mal…el lector me preguntaba por el celibato.
Vamos por partes entonces: para ser mas explicita, ayer tuve una cita. Este neanderthal me contactó a través de mi círculo de grupo de meditación. Una red en la que estoy subscrita que a partir de hoy di de baja.
Sabía por su perfil que estaba divorciado con una hija de cinco años y que él tiene treinta y ocho. Este era un coyote de montaña: salvaje, músico, pelo despeinado y deportista. Dicen que no hay que juzgar a las personas por su apariencia, pero yo ya me agarré a un par de filósofos con los dientes manchados y tampoco funcionó. Estoy tratado de encontrar un equilibrio entre el Dios del verano y su vanidad; y el hippie que vende tobilleras en la playa y te ama con locura. Cómo verán, veinte años de cribado y sumando.
Quedamos en encontrarnos en la playa para caminar, ya que están todos los bares cerrados por la cuarentena. El restaurante ni lo menciono porque ver a una cita más chuparse los dedos después de decirme que me quieren volver a ver, me ha dejado en rehabilitación emocional por días.
Al llegar al lugar pactado, no estaba, lo llamé y me dijo que decidió esperar en otro sitio cerca del que habíamos coordinado.
Rebelde a los veinte: cool. Rebelde a los treinta y ocho: inmaduro.
La psicóloga en mí ya estaba estaba escribiendo el diagnóstico de: “irrecuperable haciéndome perder el tiempo” en mi parte médico de analista sin diploma. Cuando llego al estacionamiento veo que me saluda desde su camioneta con un perro al lado— uno tan feo y sucio que pude verme cumpliendo dos roles al mismo tiempo: criando un hijo y bañando animales—.
Se baja del vehículo y me dice: “hola” desde una boca tan perfecta que se la hubiera recortado escapándole a todo lo demás, incluida su personalidad.
Había una viento de la chingada y él estaba en ojotas y remera. Llevaba colgada una mochila y me dijo que tenía dos sillas desmontables para que nos sentáramos en frente del mar a tomar un té.
Hasta ese momento estaba planeando protegerme de una futura hipotermia, viendo cómo él juntaba excremento de su mascota con los dientes salidos y yo batallando contra el viento helado de la bahía pensando en matar al pinche animal y usar su pelaje de tapado.
Sacó una de las sillas y le dije que prefería sentarme en el césped. Montó la suya, se sentó y sacó su bebida caliente sin ofrecerme ni un trago. Ya que pedirle que tuviera otra cantimplora con mi nombre sería cambiar de planeta directamente.
Me contó que hacía tres años que se había divorciado porque la exmujer nunca lo escuchó, que ya estaba preparado para conocer a alguien y que tenía mucho amor para dar. Lo que no tenía era trabajo, ya que lo echaron en diciembre y está viviendo de sus ahorros, o del gobierno, o de las mujeres con las que sale, ¡quién sabe!
A los cuarenta minutos de escuchar a este perdedor desfilar sus atributos de baja autoestima y padre de familia, decidí marcharme.
Creo que no sabe ni dónde viven mis padres, ni cuánto hace que llegué a EE.UU, ni qué me gusta comer. No me preguntó nada, niente, nothing, nichts. Uno más para mi colección de hombres con la fiebre de ser contenidos y escuchados. Estoy segura, en mi vida anterior los debí haber tratado muy mal, y en esta tendría que haber hecho mismo, pero soy tan buena que lo saludé con una sonrisa—no tan perfecta cómo la de él— y me fui.
Dicen que el karma no te dejará paz, pero yo lo único que pido es que ese maldito perro salga de mi lóbulo frontal. ¿Vieron? Conformista y adorable.
Conclusion: el problema no es el celibato, sino el sentarse en los yuyos y esperar a que la cita se termine cuánto antes para tomar una sopa caliente y volver a la normalidad: el amor.
Ceci Castelli