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Sábado salvaje

Mi vecina del 24 se mudó enfrente, venden nuestro edificio cerca del mar en octubre, y este paraíso se está quedando sin palomas. Como aún sigo acá, la invité a cenar para después salir a escuchar música al antro de Fat Cats, que vendría a ser el Cat Club de Fort Lauderdale. 

Lo mejor de la noche: la cena. Lo peor: haberme sacado las pantuflas y ponerme las sandalias.

A veces me pregunto cuándo será el iluminado día en el que salir sea un mejor plan que quedarme adentro con mi difusor de lavanda.

Honestamente, fuimos por la banda en vivo, pero mi vecina olvidó  ponerse el anillo de casada cuando volvió de la playa y me la pasé atajando vampiros tres cuartos de la noche.

 

—Nena, que sea la última. Y si no vas a usar ese anillo prestamelo a mi para ir a la playa. 

 

Pero si la gente no sabe donde está parada, mucho menos van a reconocer un diamante en mi dedo anular. 

Mientras los clientes de Fat Cats se alcoholizaban para escapar de una felicidad que no encuentran, yo suspiraba en silencio por estar habitando un mundo al que no pertenezco.

Pero esto no es nada nuevo, al 7% le debe pasar lo mismo, solo que a lo mejor no largan el chorro de relatos catárticos como el mío. 

Yo estoy que me tocan y sale humo, porque si bien nunca encajé, ahora con la plandemia se colgaron el cartelito solitos. 

Esclavo o libre. Temeroso o guerrero. Recibido en Stanford o escuelita de la calle. 

Lo que duele no es la pobreza espiritual, sino lo cagados encima que están de enfrentar la verdad porque no soportan tener que hacerse cargo de que el alma es el timón, no el fucking ego que les gobierna la vida. Entonces en la discrepancia de habitar un cuerpo sin sentido, buscan las salidas más inútiles que el sistema les ofrece para que terminen de olvidarse a que vinieron a este mundo.

El intelecto es la enfermedad, ese es el calvario de esta era. Estar rodeada de gente que no puede abrir su corazón y declaran eso un triunfo.

Una sociedad que ve el servicio como esclavitud y la intermitencia emocional como libertad, está destinada al fracaso. 

Y en ese fracaso me encontraba yo anoche, una vidriera de zombies bajo los efectos de “me chupa un huevo todo,” haciendo de este slogan una nueva forma de autoestima.

Una autoestima que no responde al compromiso social de pagarle al otro un poco de respeto por existir.

Que existas, para esta nueva generación, significa tener que involucrarse. Entonces frente al delirio de hacerse responsable de “algo”, huyen como gacelas cuando llega el león.

Sin poder soportar un minuto más de esta superficialidad que está sobre poblando mis salidas nocturnas, le pedí a mi vecina que nos fuéramos.

¡Como no adorar la soledad en esta sopa de ignorantes!

Dios me regaló esta bendición de amar el silencio y de tener una relación excepcional con mi vacío interior, porque ese vacío carece de importancia y no necesita de aliados para sentirse querido.

Me he cruzado con pocos en el mismo camino, pero no pierdo la esperanza de que en algún plano nos encontraremos, descansando finalmente de no ser entendidos.

 

Onward!

 

Ceci Castelli

 

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