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En cuarentena con Freddy

Anoche tuve una cita con Freddy Mercury, bah, en realidad con Rami Malek: el actor californiano de padres egipcios que representó al cantante de la banda Queen. La película: Bohemian Rhapsody; la cantidad de veces que la vi: siete. No quiero pasear mis obsesiones musicales por mis escritos, pero tengo una sola pregunta para mi audiencia: ¿Por qué en la actualidad no hay bandas de este calibre? ¿Los músicos dejaron de ser creativos? ¿O permitieron que la tecnología hiciera el trabajo por ellos? Sonaré nostálgica conmemorando los ochentas como una década única en la historia del rock, pero no hay manera de nivelar esas voces con las bandas actuales—donde se escuchan más los sintetizadores que los cantantes en sí. Un litro de agua Tónica, dos baldes de pochoclo y un paquete de M&M después, me encontraba lagrimeando en la parte que Freddy le tira un beso a la cámara dedicándoselo a su madre. Esto por ejemplo a mí jamás me hubiera pasado. Primero porque mi madre no consume música (solo negocios inmobiliarios) y después porque se la tuvo que chutar en mi adolescencia cuando ponía el amplificador de cien vatios en el volumen máximo queriendo llevar mis canciones a una compresión natural de la rockera que vivía en mí. El estribillo de mi madre era: ¡Me tenés harta con esa música, bajá el volumen o te vas de esta casa!

En cambio mi estribillo era: “It’s a long way to the top if you wanna rock n’ roll”, de rodillas en el piso clavándome la pua imaginaria en las venas para que los dioses del rock n’ roll me pusieran en una familia que se adaptara a mis estándares. Me hubiera puesto en adopción, pero ya tenía quince años y no me hubieran aceptado. Venía fallada, pero en esa grieta entraban tantos acordes cómo interrupciones a mis aprendizajes autodidacta. Posters de Joey Ramone colgados de mi pared y mi abuela señalándome que antes de ser cantantes deberían haber pasado por la peluquería. Era casi imposible llenar estadios en un ambiente donde golpeaban la puerta a escobazos diciéndome que les ardían los oídos y que la comida estaba lista. Nadie me apoyaba y algo no estaba bien porque yo sentía que tenía talento. Un talento que mi madre jamás pudo reconocer porque los rojos en mi libreta escolar estaban más cerca del precipicio que del Si bemol.

Por lo que además de aprender de música por mi cuenta, también tuve que aprender a falsificar su firma durante cuatro años. Nadie se dio cuenta,  pero yo era polifacética. Una alumna con un deficit de atención con hiperactividad, pero con una memoria impecable para acordarme de todas las canciones que alteraron el poco juicio que me quedaba para habitar un hogar prestado. 

Mi pregunta era siempre la misma: ¿Porqué no nací en Londres en una familia inclinada al arte? No, mis padres eran tenistas y comerciantes. Mi hermana: estudiante ejemplar al borde de ser abanderada; yo: cuatro escuelas distintas en cinco años con el cupo máximo de amonestaciones y advertencia de los directores escritas en mi curriculum para transferencias a los nuevos colegios. Todos los años me destacaba por ser “la chica nueva”, nunca por descubrir la ciencia del polinomio o por besarle el trasero al General José de San Martín. Dos en Historia, uno en Matemática y diez entonando una de Billy Idol. 

Por eso cuando miro películas como las de anoche, pienso: esa podría haber sido yo si la rotación académica no me hubiera desfavorecido tanto. 

Y entre las notas en negativo, la robada de vehículos cuando mi madre se iba a dormir, el novio que nunca llegaba y la cantante frustrada, tuve que abandonar mi guitarra y dedicarme a trabajar para recibirme de comunicadora—ya que mi carrera musical se incineró por la motivación de mi padres. Igual las cosas podrían haber sido peor, como por ejemplo haber nacido en una familia de médicos. 

Yo curaba a la gente con mi alegría, pero pedirme que me destaque en una disciplina universitaria estaba fuera de mi alcance.

Yo sobresalía en literatura (sacando los modificadores directos y los gerundios) y en voley. A la hora de tirar la pelota estaba siempre lista.

De todas maneras de nada ha servido porque ahora a la distancia me siguen llamando para pedirme lo mismo: contención psicológica, algo que no proviene de ningún diploma, sino más bien del contraste del calvario de mi juventud.

En la actualidad toco la guitarra para emparchar el oscuro laberinto de mi carrera frustrada, me dedico a escribir para canalizar lo que no pudo salir cantado, y miro películas de música para sentirme que al menos a través de algún otro me puedo subir al escenario y gritar “I want to break free”.

 

Brindo por vos, Freddy Mercury, que supiste explotar tu talento al pie de la letra.

 

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