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La escuela

En la  secundaria me echaron de cuatro colegios, mis notas estaban mas cerca del precipicio que de la libreta y mis confrontaciones con la jerarquía educacional bordeaban más una guerra civil que la formación de un carácter indomable. Aun así, no temo decirlo, me siento orgullosa de mi comportamiento. Uno podría analizarlo por rebelde, ¿pero a quién puede gustarle ser abanderado y sostener un mástil de cinco kilos en la mano viendo a  trescientos veinticuatro  alumnos discriminados?. Si vamos a creernos superiores que al menos sea en equipo, y no parado solo en el patio de la escuela con cincuenta grados de calor y un guardapolvo almidonado hasta el hartazgo. Aclaro que mi protesta jamás fue hacia el conocimiento, sino más bien hacia la forma que este se nos era dado. 

Eternas horas de físico química con los puñeteros tubos de vidrio y las fórmulas que me entraban por un oído y me salían por no sé donde porque no podía encontrar el sentido de aprender cosas que no me servirían para el día a día. Para la vida, para la convivencia, para  poder entender la familia disfuncional que me había tocado.

Y sobre todo, ¿por qué constantemente tenía que ser comparada con la gente que más sabe y que más estudia? Definamos el saber, porque yo jugaba al hockey como una diosa sin embargo no se lo echaba en cara a la profesora de matemática que estaba cansada de escribir cuatros en rojo en cada uno de mis exámenes. Yo pensaba que cada uno tenía su talento y que la escuela no era el mío—a  excepción de las materias como pintura, música y redacción—. Materias que involucraban partes de tu ser que tenían que ver con la creatividad y no con la repetición. Los profesores llegaron a enfadarse tanto que hasta me dijeron que no me iban a echar de la escuela, sino del mundo. Menuda contención. 

Yo no habré sido una buena alumna, pero esta gente en saber guiarme  tampoco.

Jamás me hubiera prohibido el arte de salir los fines de semana por un examen, había maneras mas sofisticadas de vivir que renunciar al éxito: copiarnos. 

Al principio, los compañeros con poca retención habían generado tanta tensión que nos habían sacado el privilegio de observar al que había estudiado, claro, él sí se había quedado adentro todo el fin de semana y no iba a renunciar a sus derechos de copyright, entendible. Así que mis aliados y yo nos juntábamos tres horas antes del examen y nos pasábamos toda la información resumida y recontra  editada por un compañero amigo de otra división, uf, ¡gracias a la otra división! Y así, entre una prueba y otra, año tras año,  finalmente terminé mis estudios en un colegio nocturno—el orgullo de la familia—. Mi madre, tan quemada con mi comportamiento, no le sorprendió en absoluto, lo que la mató en realidad fue cuando le dije que terminaría un año después de lo estipulado.

¡Cuánto aburrimiento todo junto! La cara de mi madre, mis notas que bajaban hasta dar con el núcleo del planeta Tierra, mis trescientos ochenta y cuatro amigos—ya que mi rotación nutría la amistad—. De Bariloche ni hablar, y una billetera en menos cero ya que mi familia había decidido castigarme con la pobreza. Por suerte mi abuela y yo teníamos una relación excepcional y ella mantenía mis vicios de colegiala mientras mis padres me los sacaban. Que vida balanceada, no sé cómo me lo montaba pero todo se sostenía a sí mismo, sin que yo hiciera nada, eso era talento. Evidentemente había algo que estaba de mi lado ya que el Universo me amaba a pesar de mis comportamientos.

La gente se piensa que yo tengo esta personalidad porque me vino de nacimiento, no entienden que las experiencias de este tipo a una la desdobla, teniendo que ejecutar un personaje que nos habita y que no es el propio, forzándome a inventar y crear todo de nuevo para llegar a una meta social y que mis progenitores duerman tranquilos.

Cuando alguien me dice que sus mejores recuerdos fueron de la escuela secundaria, yo empiezo a revolear los ojos porque me viene la imagen de mi madre discutiendo con alguno de mis novios, o mi hermana boicoteándome el placard para ponerse un pantalón mío que no le entraba, o el teléfono fijo que sonaba sin parar y la gente tenia que sobreentender los ciclos neuróticos por los que atravesaban todos los miembros de mi familia. Nada fue fácil, pero eso sí, a las tres de la tarde cuando daban la novela y me sentaba con mi abuela—la que mantenía mis vicios para que mi vida aparentara normal—toda la locura del mundo se paraba y ser feliz estaba solo a dos metros  de la cara Grecia Colmenares y la siesta en el sillón.

 

¡Buen martes para todos! Rebeldes incluídos.

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