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Implácido Domingo

 

En una ciudad llena de demócratas embozalados, con la monogamia en crisis y toda la actividad cultural clausurada, estoy como mi acuarela de la infancia del Topo Gigio: no la quiere nadie. 

 

—¡Tirá eso que ya pasaron treinta años, Cecilia! me gritaba mi mamá en una de las catorce mudanzas con mis pinturas en la mano. 

 

Lo viejo dejó de seducir, y aunque mi madre solo se refería a mis garabatos, sus palabras me recordaron a la inconsistencia de los tiempos que corren. Como la monogamia, que tampoco la eligen muchos porque el compromiso pasó de moda—junto con todas las aplicaciones tecnológicas que se destrozan entre sí cuando sale alguna mejor—.

Un amor free trial, una cultura zapping y el remedio sincero de no quedarse con nada porque existe la posibilidad de algo superior.

Mientras sigo preparando la estrategia para mudarme a un sitio más acorde con mis valores medievales, decidí irme a un bosque cerca de mi casa para desconectarme de los esclavos durmientes que ya ni me miran a la cara por las dudas de que mis pupilas se dilaten y este efecto ocular les contagie  un    v i r u s    con un 99% de tasa de sobrevivencia. 

Calmaos guerreros, hay una camilla de acero inoxidable en mi cabeza a donde caen uno por uno con una hipoxia cerebral y una sobredosis de mercurio para el atún en lata.

Una puñalada en el pecho con una estaca y chau vampiro. ¡Mua ha ha ha…os dije malditos zombies, han muerto en su ley!

Sufro de orden compulsivo lo único, tantos cuerpos inertes en mi memoria son difíciles de almacenar. Así que si toso y sale lana, ya saben de donde viene.

Estiré mi lona de Marruecos comprada a mitad de precio en Italia y eché mi cuerpo al sol antes de que Bill Hates ponga una pinche mampara  frente al mismo y arrivederci derecho natural. 

Hacía treinta minutos que había llegado y fui interrumpida furiosamente por una voz masculina, al abrir los ojos y sacarme los auriculares veo un chaparrito moviendo la mano en forma de aleteo para saludarme como si nos conociéramos del colegio o algo así. 

Yo, que siempre pienso que me están por multar por tener la hoguera prendida con los bozales ardiendo, creí que era un guardabosque que venía a retarme por no echar alcohol en gel en el pasto antes de sentarme. O por no pedirle permiso al viento para ser yo misma. Me cacho en diez. 

Me miró fijo como si hubiera encontrado la luz de sus ojos y me dijo:

 

—Hola, te vi tomando sol muy feliz y relajada y me dije: ¿por qué no?

 

Harta de leerle las intenciones a la gente y de mandarlos a la silla eléctrica antes de que se presenten y destruyan mi tarde, le dije:

 

—Sí, por qué no dejarla tranquila tomando sol, ¿no?

 

—Ah, encima tenés un buen sentido del humor, ¿qué hace una chica tan linda como vos, solita?

 

Pobre, él no sabía que yo no estaba sola, adentro del termo llevaba una picana para eliminar de mi vista a los aburridos buscando novia un domingo por la tarde.

 

—Mirá, mi intención no es hacerte reír, por lo contrario, me deprime muchísimo tener que hablar con un completo desconocido en mi día libre.

 

—Bueno, pero, ¿podemos ser amigos, no?

 

Un hombre que tiene un arito en cada oreja, un anillo en el dedo con un rubí en la punta y una falta de ubicación a la hora de buscar pareja, mejor que se tire de la colina solito, ya que hay menos chance de que sea su novia a que vuelvan los Goonies en cartelera. 

 

—Te invito a que te vayas, en serio, me gusta estar sola y estoy escuchando música—le dije, con la dulzura de una asesina serial.

 

—Yo soy de Costa Rica, pero vivo acá hace quince años y hace poco que me separé, digamos que estoy entre relaciones.

 

—Ajá, ¿entre cuál relación? ¿Ya tenés a tu futura novia programada? No entiendo.

 

—No, pero es cuestión de meses, nunca estoy solo.

 

—Bueno, sí claro, al ritmo que vas le vas a sacar el número de teléfono hasta los mapaches de la zona. 

 

—¿Y vos? ¿Tenés algún mapache en tu vida? Me dijo él extendiendo mi humor hasta clavarme la bombilla del mate en la vena. 

—No, creo en la monogamia y me mudaré pronto de este infierno. No hay lugar en esta ciudad para una mujer como yo.

 

—Perdoname, pero tus valores están caducados en el mundo entero, no en California nada más. A lo mejor podés llegar a tener más suerte en Texas para encontrar un hombre como el que vos querés—me dijo, moviendo su cabeza mientras uno de sus aritos atajaban un rayo de sol. 

 

—Es que yo no estoy buscando nada, lo único que deseo es que te vayas de mi lado así puedo seguir con los ojos cerrados escuchando música. 

 

—Ok, te prometo que me voy si me das tu número de teléfono.

 

—Eso implicaría a que me estoy por morir y no me llega sangre al corazón, como estamos muy lejos de ese cuadro te invito a que te vayas o me voy yo.

 

Cinco minutos después, salí quemando aceite por las dudas de que el costarricense tomara mi número de patente, se me apareciera en la puerta de mi casa con unos mocasines abetunados, una cadena de oro y unas flores en liquidación a punto de marchitarse.

Entiendo que no puedo apretar el eyector con cada persona que se me acerca, pero hombres con bijouterie por favor abstenerse. 

Me gusta el hombre masculino, con el pelo corto y sin ninguna alhaja, y si me van a dar una sorpresa, que sea el respeto. Ya que hace nueve nueve años que vivo en San Francisco y sigo esquivando andróginos como ciervos en la ruta. 

Querido 2021: portate bien y sacame de este lugar con carácter de urgencia.

 

Un beso en la frente,

 

Ceci Castelli

 

 

 

 

 

 

 

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