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Siervos digitales

Ante todo quiero avisar a todos los seres queridos que habitan mi hemisferio derecho que no vivo en Miami. No me tomo personal que no sepan distinguir un estado de una ciudad (Florida/Miami), ya que si hace casi dos años que no pueden diferenciar una gripe de una trombosis pulmonar, mucho menos mi lugar de residencia.

Vivo a una hora de Miami, así que si me llaman para preguntarme si sobreviví a la caída del edificio (mis bendiciones a los familiares de las víctimas), sigo con vida. Para la segunda camada de interesados en la propaganda de huracanes Yamila, Jennifer, Wilson y todo el pánico mediático que les venden al precio de aspirinetas a nuestra querida población, les quiero advertir que acá ni siquiera pasó un viento pampeano. Que el fin de semana estuve en la playa y tocando en una banda con amigos. 

Pero si con esto no alcanza, les repito la sonata que cumple 20 años: apaguen el maldito televisor. Y si aún así lo necesitan para llenar vacíos, por favor borren mi número de teléfono de su agenda de contactos.

No tengo duda alguna que lo quieren hundir a Ron DeSantis—desde ataques terroristas hasta las ondas HAARP—pero sinceramente aunque esto no fuere cierto, nunca me tomé el jugo de gomibaya de los miedos de comunicación.

El verdadero huracán es la ignorancia, y esta vaina se ha hecho tan grande que si no pongo una doble ventana puede que la tormenta de zombies pegue justo en mi puerta.

Por suerte la gente de Florida no está preocupada, donde yo vivo, el único sentimiento desolador es que no puedan ir a la playa cuando llueve. Vivo a una cuadra, siento que es el mar o nada. Soy adicta a la música, nunca pensé que al océano Atlántico lleno de tiburones también. 

¿Será la mujer jubilada de 80 años que tengo atrapada adentro? 

Ponele la firma, una firma tan grotesca, que cuando salgo, a las 11 ya me quiero pegar la vuelta para retomar el libro que dejé en la página 134. Entiéndanme, 40 años de dar vueltas la cucharita en la tasa suplicando que no me pongan a dormir en el tercer soliloquio de la noche. 

A esto sumale la televisión, los videos juegos, Netflix, la pornografía y las vacunas y ahí los tenés: la nueva generación con menos interés del mundo; en vos, lógicamente. Por que ellos creen que son la hostia, unos innovadores galácticos que se comen los mega bytes con los dientes y están a un paso de ser indestructibles. Y yo los miro y pienso: han inventado tantas cosas y todavía no existe un detector de narcisistas. 

La plaga del siglo XXI. Más se reproducen y más se duplica mi biblioteca.

Yo creo que si a los 20 hubiera sabido el mundo que me esperaba a los 40, hubiera planeado el rancho en la montaña con mas seriedad. Pienso que no preví la velocidad de la superficialidad humana contra la verdad universal. No sé, se ve que en el paraíso adolescente de mi memoria  mantuve la esperanza de que la idiotez se revertiría y que la gente después de sacrificar la felicidad por el intelecto se daría cuenta que hay un solo camino. Pero acá estoy, viendo un desfile de pobreza espiritual arrancándose el pellejo por el incremento de seguidores en Instagram. 

O por la falta de compromiso emocional con el sexo opuesto.

¿Dije sexo puesto? Facebook no me censures por favor, soy de la vieja escuela que cree que hay solo dos sexos, y aunque la ciencia y los genitales lo demuestren, puede que vos no estés de acuerdo y me bajes el relato.

La lucha es a una escala global, pero la verdadera batalla es personal. Porque lo difícil es encontrarse con gente como uno, que cree en el amor, en la ciencia, en Dios, en vincularse y crear un lazo en el tiempo. No una cadena de seguidores de Tik Tok, que alimentan una endorfina detrás de la otra para terminar de fusilar los puentes neuronales. 

En un futuro no muy lejano, si este Apocalipsis no pega la vuelta, tendremos un ciclón de híbridos frente a la pantalla digital teniendo sexo virtual como una nueva forma de conexión. 

Mientras tanto, me mojo el dedo y doy vuelta la página, suplicando que tipos como Cortázar, Bukowski y Hesse me ayuden a navegar esta orquesta de cuerpos sin alma, que se emborrachan con el último navegador web volviéndolos más impávidos e inútiles frente a la pasión de vida.

 

Ceci Castelli

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