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Motel 6

Dicen que el divorcio y la muerte es lo peor que te puede pasar, claramente esta gente nunca estuvo en Motel 6.

¡Hola Florida! Chau reputación. He viajado por todo el mundo, alquilado departamentos, piezas de hotel, hostales y hasta casas temporarias, pero el fallo del sábado a la noche fue una cicatriz en mi linea sanguínea que casi me cuesta una navaja en el cuello y mi cuerpo a la parrilla en manos del ghetto que me rodeaba en la recepción.

No quiero defraudarlos, pero hasta me tuve que poner el bozal para proteger mi imagen por las dudas de que alguno se le ocurriera acuchillarme a las doce de la noche en Dania Beach. 

Como nunca estuve en Miami, hice lo que todo el mundo hace para ahorrar de un lado e invertir en el otro: saqué un pasaje en oferta y también saqué un hotel en oferta. Perdón, ¿dije hotel? Quise decir decimocuarto puesto en la lista de narcotráfico y prostitución de mi hermosa bienvenida. 

Jamie Lynn me ayudó con el hospedaje y me dijo que el Motel 6 estaba en renovación y que las habitaciones eran nuevas. Que si me quedaba al lado de la playa no podía estar tan mal, ¿no? Para que tiren mi cuerpo después del crimen, claro.

Cuando llegué al aeropuerto me fui a la oficina a recoger el coche alquilado—que también saqué en oferta—y el empleado que me atendió pasó mi tarjeta por el posnet tres veces y me dijo que no funcionaba. Una llamada al banco, dos aclaraciones en altavoz por parte de la chica de Citibank diciendo que mi tarjeta estaba perfecta y una llorada del empleado de media hora para que amplíe mi seguro después, finalmente la tarjeta funcionó. Lo que en verdad no estaba funcionando era mi presupuesto de laucha de galpón batallando contra latinos que si pueden te sacan el plasma ahí arriba del mostrador junto con la póliza del maldito Nissan Versa.

Dos horas después me encontraba manejando un coche con olor a perfumina de limón y cigarrillo para dirigirme al sitio en donde Tarantino se inspiró para ser director de cine: Motel 6.

Al bajarme del auto y caminar hacia la entrada, pude observar como la gente que estaba en el balcón alcoholizada y drogada, miraban mi aura angelical y mi Nissan Veremos para llevárselo de postre mientras yo gritaba: ¡vivo en California, soy inocente, no me maten! Al ingresar a la oficina del Motel—blindada completamente por la cantidad de balaceras semanales que recibe el antro—me tuve que agachar para que el recepcionista me hablara por una bandejita que se desliza para las transacciones. Mientras el chico buscaba mi apellido, un viejo borracho se bajó los pantalones enfrente de la máquina de bebidas, otra chica empezó a gritar para que le dieran la llave de la habitación 101 si no querían que armara una escena ya que sabía que su novio estaba con una amante. Paralelo a este psicodrama a punto de rasurarse las venas con mi pánico de chica bien, cae una familia de Tijuana con tres chihuahuas disfrazados de princesas ladrando a todo lo que estaba sucediendo en este calvario. 

Nadie me vio, pero rodó una lágrima por mi mejilla y quedó atrapada en el bozal. Estaba siendo presa de la decision más estúpida de toda mi vida: las ofertas. No fumo, pero lo hubiera hecho solo para terminar de hundirme.

Cuando finalmente el chico encuentra mi reserva, me mira fijo a los ojos como cuando yo le daba hinojo al conejo de mi infancia, y me dice: 

 

—Disculpame, pero una mujer como vos, de categoría (sí, dijo eso), no debería quedarse en este lugar. Te veo asustada y con razón. Si querés cancelo tu reserva así podés buscarte un hotel mejor.

 

Lo abracé imaginariamente a través de los ocho centímetros de vidrio recocido con película de refuerzo, y nos saludamos como dos guerreros a punto de ser astillados por la espalda con una victorinox—del mercado negro, no de Suiza.

Doce de la noche y cenicienta sin un lugar para descansar y con olor a tabaco y pinoluz por culpa del maldito vehículo alquilado a mitad de precio. Miami Vice here I come! Sin casa y definitivamente sin lancha.

Salí quemando llantas de ese infierno para estacionarme en un Mc Donalds y buscar un hotel en donde no te pidan un órgano de depósito o  te lo arranquen tampoco.

Encuentro un cuatro estrellas que me cuesta la suma de cinco noches en el paraíso de Motel 6. Lo barato sale carísimo. Pero a esa altura hubiera entregado mi jubilación privada para no tener que ver a una mujer más tomar de la botella y señalar a su vecino con uñas de acrílico que dejara de tomar cocaína en los pasillos.

Una de la mañana y Cecilia estaba en el Marriott de Fort Lauderdale, de mendiga a millonaria en un soplo. En una King Size bed, sin cucarachas, sin ruido y con una tarjeta de crédito que dejó de entenderme hace rato. 

No busco contención con este relato, pero entiendan que si no documento estas escenas, puede que ustedes terminen pagando las mismas consecuencias: arriesgar la vida por un descuento.

Con veinticuatro grados, rodeada de Ferraris y taco aguja, los saluda la escritora con mucho amor desde su trabajo de campo, Miami.

 

Un beso sin bozal,

 

Ceci Castelli

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