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Miami en lata

Después de dormir siete horas en una cama de verdad, me fui al tercer hotel. O sea,  en veinticuatro horas pasé por dos hoteles y cincuenta y cinco minutos invertidos en buscar el tercer aposento que me alojara por los siguientes siete días. Ponché el plástico una vez más y ahí se fue la luna de miel con el marido que no tengo. Un cuatro estrellas en Fort Lauderdale, una manejada de diez minutos y las cosas están empezando a volver a la normalidad— o eso pensé yo hasta que me encontré con el agente que iba a mostrarme departamentos en zonas que yo había elegido antes de viajar.

Se bajó del auto con la música salsa a todo volumen, tres collares de plata, uno de oro, pulseras y anillos junto a un cigarrillo electrónico que aspiraba cuando le entraba una llamada—cada milésima de segundo—en su celular que tenía como pantalla de fondo su foto.

Su nacionalidad: peruano, su nombre: Chulo. Su trabajo: cerrar cualquier negocio aún en contra de tu propia voluntad.

Hacía mucho tiempo que no veía a una persona hablar por teléfono, manejar, enviar un contrato desde la computadora de su secretaria sentada a su lado y prenderse un cigarrillo (de tabaco) diciendo que se puso nervioso.

Si yo llevara su vida probablemente ya me hubiera tirado del Trump Tower, pero él me dijo que a la gente hay que estarle encima porque hacen todo mal y mientras me dice esto llama a su cliente de Italia—un tal Gianluca— para decirle que puso la firma en el lugar equivocado. Como ninguno de los dos se entendían tuve que interferir y hablar en italiano para colaborar con mi agente si no quiero que esa comisión me cueste más cara que el depósito del departamento. Estoy segura que su secretaria—de veinte años—se va ir a trabajar de Barista a Starbucks si él le sigue hablando así. Cada departamento que me mostraba se metía en el baño por dos minutos. Fuimos a trece departamentos, o esa vejiga está en sus últimas o este peruano toma de la buena.

Después de atravesar la odisea de compartir cuatro horas con este señor, me tomé un taxi a mi coche y decidí subirme a la autopista para seguir recorriendo la caótica Miami y los cuarenta grados de calor en febrero.

Me aplasté un jején en el brazo derecho y me subí a la máquina: mi Nissan Versa alquilado con una quemadura de cigarrillo en el asiento del copiloto y un limpia parabrisa que se sale de eje cada vez que llueve.

Lo bauticé: la lata, una lata con bluetooth intermitente y manubrio que vibra si piso la raya de la autopista pero una lata al fin.

Cantando el Ave María mientras los autos me pasan a ciento sesenta kms por hora tirándome el dedo del medio en nuestro breve contacto visual, siento que finalmente di con mi raza. Una que siente que manejar es perder el tiempo entonces no queda otra que pisar el acelerador a fondo hasta que mueran un par.

En la historia de mi record de velocista jamás vi tanto crazy al volante, he presenciado más de quince accidentes en dos horas. Ser buen conductor tiene su lado oscuro, lo reconozco, pero siento un placer inconmensurable al subirme a la autopista y dar con esta escena de zigzagueros en efedrina. Cheers to that.

Desde Brickell hasta Hollywood, pasando por Fort Lauderdale hasta Miami Gardens, Palm Beach, Mimo District, Sunny Isles, Surfside y Key Biscayne, si me contrataran como chofer de Uber los llevaría sin GPS. Arrogancia no, turista desesperada por irse de California.

Ayer viajé hasta Naples, una ciudad en la playa con 21,800 habitantes. 

Edad promedio: noventa años. Excepto yo que tengo ochenta, la vieja que tengo atrapada adentro que quiere vivir en su casa frente al mar sin vecinos. ¿Por qué no soy millonaria aún? Porque en esta maldita encarnación tener dinero significa haber invertido en Bitcoins en 2020, y yo en el 2020 estaba peleándome con el puñetero zurdaje para que me dejaran entrar al supermercado sin bozal.

Batalla equivocada, la que va es Florida, tierra de nadie gobernada por latinos, dirigida por republicanos, invadida de argentinos y un agua transparente que hasta podés ver tu futuro: la libertad—a ningún pinche seis pies de distancia. ¡Olé!

Sí, el calor es un putada, las pestañas postizas y el Maserati una decadencia espiritual, pero entre tanta jungla de cemento y diversidad, nadie te juzga. Y a los fines, todos queremos poder ser nosotros mismos sin que nos internen con ideales ajenos.

Cuando tratas bien a la gente te responden amablemente y cuando los tratas mal te responden mal, goodbye superficialidad de la costa oeste—donde mientras le pagues te besan el trasero a cualquier precio. 

No sé si será mi lugar definitivo en el mundo, pero de seguro es una buena transición desde la ciudad con más cirujas del país a la ciudad con las inversiones inmobiliarias más baratas del mercado.

En seis días me han pasado más cosas que en tres años en California. Algo no va bene. 

 

—Ceci, en California la energía está trabada—me dijo mi amiga Anita que vivía en San Diego y ahora se mudó acá.

 

—Sin duda, en nueve años no pude sacar ni un novio, trabada no, maldecida. 

 

Uy, los tengo que dejar que se me hace tarde para salir, socializar, ver gente, escuchar música, y sonreírle a una población que camina sin barbijo porque no miran televisión.

 

¡Nos vemos en Las Olas! 

 

Ceci Castelli

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