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Yoga con bozal

Sábado desayuno continental: parque lleno con una clase de yoga al aire libre con bozales puestos.

Agradecí no ser parte del show, porque quedarme sin oxigeno mientras hago la postura del perro hacia abajo inhalando profundo a punto de irme de hocico, hubiera sido una película clase B sin subtítulos. 

Sinceramente el yoga y yo nunca nos hemos llevado bien, tomé dos clases y casi la envuelvo a la profesora en la colchoneta de goma atándola a la columna central del predio.

Primero porque esto de que alguien me diga como abrir un chakra en cuarenta y cinco minutos cuando hace treinta años que vengo discutiendo con las flores de bach y las corrientes hinduistas, suena a una estafa New Age.

Segundo, quince minutos en una misma pose sin emitir sonido pone mi cuerpo a la defensiva queriendo toser, estornudar y rascarme la pierna al mismo tiempo. Es un mecanismo de autodefensa por la censura. 

Creo que nunca me picó tanto el cuerpo como en esas dos malditas clases de yoga. 

Tercero, soy inflexible—no emocionalmente, claro, si no ya me hubiera tirado del segundo piso de la OMS. Mi cuerpo jugó al hockey toda su vida, no practicó arquear la columna para dar un giro de 360 grados mientras se come una manzana y se toca la nariz con el dedo del pie.  

Estoy cortada para el cardio, no para el sudor estático en la frente y el calambre en la nalga. Entiendo los beneficios que esta actividad produce, pero vivimos en una cultura rodeada de comida chatarra, torres radioactivas, hiperestimulación y ruido mental, no quieran adaptar una terapia milenaria a una carrocería que va a ciento cincuenta millas por hora. Lleguemos a un acuerdo intermedio, ¿Taekwondo? ¿Tai chi?, pero por favor, basta de “inhala consciencia, expira pensamientos negativos”.

¡El aire está lleno de estelas químicas de los aviones! Retener el aire ambiental hoy en día implica una alta toxicidad corporal.

Reconozco que la yoga tampoco favorece a los limpios y ordenados como yo, ya que estar encerrada en un salón con gente descalza con olor a pata es mandarme a un viaje astral sin retorno.

El talco también es ancestral cabrones, cuidan el alma pero no los detalles, me pregunto si estos dos paralelos algún día se tocarán. 

Estos alumnitos de yoga quieren ser libres y aspiran a borrar el sistema nervioso central, pero después acatan todas las órdenes de esclavitud del estado. Quieren hacer una institución del yoga que se adapte a la estupidez de ser flexible con el cuerpo, pero rígido con la mente. Esta mañana les hubiera gritado: ¡doblen el pensamiento progres! Es la estructura mental la que los tiene endurecidos.

En cambio, pasé por adelante de todos ellos haciendo una medialuna sin bozal puesto. Todos me clavaron el siete de espada, algo que evidentemente el yoga no les pudo curar: el prejuicio.

Burn, burn, burn! Decía mi jueza interna golpeando el martillo en la cabeza de cada uno de los pseudoliberales que hacían posturas para sostener criterios en peligro.

La profesora, tatuada hasta la coronilla envenenando su sangre con tinta china. 

Año 2020: donde la incoherencia hizo pico y yo fui radicalmente abducida para salvar mi especie, una que detesta el yoga y la esclavitud.

Llegué a casa y agarré mi bicicleta, me subí y pedaleé sobre cada columna vertebral tirada en el parque haciendo la Postura del Niño.

Los atropellé a todos y algunos elásticos de los barbijos se enredaron con la cadena de mi rodado destruyéndolos por completo.

Me elevé hacia el horizonte y llegué al satori bendiciendo la decadencia de una humanidad perdida. 

Solo me queda pedir que por favor no empiecen los reclamos de los fanáticos del yoga, antes de enfrentarme metan los pies en una palangana con lavandina y córranse de mi lado si no quieren ser asesinados dos veces.

 

Grazie mille!

 

Ceci Castelli

 

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