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Digitalmente humanos

Ocho meses atrás estaba dando luz a mi primer libro: “Querido estado civil”, si hubiera tenido que relatar trescientas treinta páginas en la actualidad, estaríamos haciendo una recopilación de los protocolos de dióxido de  c l o r o, enumerando a los que suicidaron, contando los días que faltan para que abran la frontera, y probablemente transcribiendo discusiones por el testeo masivo de la falsa escasez de papel higiénico. 

Guarda, a lo mejor hubiera sido un hitazo, pero yo pertenezco a la camada de teléfonos fijos, el juego ring raje, Tutti Frutti, pelotas caídas en la terraza del vecino y papel de carta con una rosa aplastada al amor imposible de turno. ¿Flameando cursilerías?, ponele la firma, pero no éramos vigilados por nadie y la calle era nuestra pantalla digital. Donde los algoritmos se medían por el nivel de adrenalina que sentíamos al jugar al elástico y perder tres figuritas para el álbum de colección. Intercambiando casetes que rebobinábamos con una birome para no gastar la pila. Tirándonos en el patio de casa a escuchar nuestro tema favorito mil veces antes de que la cinta se enredara y perdiéramos al cantante para siempre.  Pasarla bien significaba recortar cartulinas y hacer el armado de el “juego de la copa” manualmente, delirar que nos encontraríamos con los espíritus financieros y que nos revelarían los números de la lotería. Nuestro hashtag era viajar a dedo, robar el auto, saltar tapiales, pelar semillitas mientras mirábamos los partidos en el club disfrutando de una libertad que venía sin banda ancha. Una suerte de milagros que se anidaban para que se dieran todas las condiciones de encontrarnos con nuestros pares al azar. De lograr cosas que la tecnología revirtió por producir una cultura de ansiedad frente a lo desconocido, frente a nuestro momento presente—qué entregamos por un agitado escritorio de multitareas, fragmentándonos en pestañas digitales y almuerzos de video llamada—.

Yo me crié sin televisión, los programas se armaban en la calle y no necesitábamos ninguna plataforma que nos avisara de que había una fiesta en lo de Damián. Nos hablábamos a la cara y nos queríamos en persona y eso realmente era suficiente. Tocábamos el timbre sin avisar y los mejores planes salían sin agenda. No podíamos distraernos porque no existían los elementos para lograrlo, el flujo de la convivencia social no estaba interrumpida y no necesitaba de nada para sostenerse entre sí, éramos libres y no lo sabíamos.

No existía la gratificación instantánea porque todo nos llevaba tiempo. La vida era un proceso, no un eyector de dopamina permanente. Hasta sacar fotos implicaba un desarrollo; cargar con la cámara, llevar el carrete a revelar y después esperar una semana para las copias impresas. 

Yo participé de una era sin compulsión, sin ser constantemente empujada por la vorágine del sistema. Disfrutábamos del desarrollo natural de la aparición de sucesos sin tener que googlear todo lo que se cruzara en el camino. Usábamos la percepción y la memoria para llegar de un sitio a otro.

Hace una década que el sistema ajustó su opresión tecnológica sobre nuestra cultura y nos hemos trasladado a una campaña digital de lordosis crónica y video juegos. Donde la interacción humana ha sido reemplazada por tabletas, computadoras, celulares y una cadena interminable de aplicaciones para mejorar tu salud, pero destruir tus vínculos. 

Nos creemos más avanzados por manejar una herramienta a la que no podemos poner un límite, por lo que ella termina manejándonos a nosotros sin dejar secuelas inmediatas de los reemplazos nocivos que esta está causando. 

Hace diez años que decidimos esclavizarnos entregando nuestra información y tiempo a un sistema que jamás nos ha remunerado por robarnos nuestra identidad. Ahora convivimos con un tercer ojo que nos vigila desde todos los dispositivos presionando nuestro gatillo de adicciones al precio más alto de la historia. Entramos en el agujero negro de un tiempo líquido que nos separa de todo lo que está sucediendo y jamás sabremos porque no estamos observando lo que pasa afuera del mundo digital. Una tragedia planetaria que solo puede conducirnos a una escuela de rehabilitación para que volvamos a conectarnos con nuestros verdaderos estímulos: los que son orgánicamente generados sin un disparador como muletilla. 

Hemos perdido el autocontrol, y el resultado de nuestra pobreza espiritual es la batalla que estamos viviendo. Si ganan ellos, es porque somos débiles y hemos negociado nuestra humanidad a cambio de nada. Si ganamos nosotros, es porque hemos despertado a tiempo para frenar la falsa modernidad que dice ayudarnos a crecer intelectualmente—cuando en verdad sabemos que criar adictos es la forma más eficiente de dominación—.

 

Por la libertad.

 

(El plagio es delito, si vas a compartir mi obra que por favor aparezca mi nombre al final del relato. Gracias).

 

Ceci Castelli

 

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